En uno de los momentos más trágico de la vida de Jesús en esta tierra, se relacionó en sólo pocas horas con tres ladrones. Ladrón es quien se apropia de lo ajeno, pero en los días de Jesús, tenía también otra connotaciones que veremos más adelante.

Uno de ellos era el famoso Barrabás. Se podría decir que era un criminal tristemente célebre, una fama lograda a través de la delincuencia. Los ladrones no eran tales, o no solamente ladrones, eran activistas políticos.  La misma razón por la que Jesús estaba ahí, de acuerdo al criterio de los romanos; la inscripción puesta en la cruz sobre su cabeza lo demuestra, “Jesús de Nazaret Rey de los Judíos”. Se le acusaba de autoproclamarse rey.

Según los historiadores la crucifixión era un castigo que los romanos aplicaban únicamente a los rebeldes políticos, a los revolucionarios sociales, y a los subversivos.  Los antecedentes históricos atestiguan que, durante los años que Roma dominó la provincia de Judea, sólo fueron crucificados sediciosos o simpatizantes de ellos, jamás ningún ladrón. El robo, el hurto con violencia, no eran crímenes capitales para el derecho romano. Entonces, el paralelismo entre políticos y ladrones es mera coincidencia.

Ya sabemos la causa por la que Barrabas estuvo a un paso de la crucifixión, y fue uno de los malhechores, con los que Jesús se relacionó en sus horas más difíciles; los otros dos no tuvieron la suerte de Barrabas, fueron crucificados, uno a cada lado de Jésus. No obstante, a la fama de Barrabás, creo sin temor a equivocarme, que estos dos son lejos, los más afamados, aunque paradojalmente, no conocemos ni sus nombres, sólo se les conoce como ladrones, porque en los evangelios de Mateo y Marcos son llamados así, pero Juan sólo dice que crucificaron a “otros dos”, en tanto que Lucas, los llama malhechores, causa suficiente para haber estado en el Gólgota. En las escrituras encontramos que:

“Ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios”. (1 Corintios 6:10),

Por lo tanto, no hay que minimizar la falta, ellos mismo reconocen que ha llegado a la pena de muerte con merecimientos propios. 

A continuación, para posterior análisis el dialogo que registra el evangelio de Lucas entre los tres crucificados: 

“Y uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: sálvate a tu mismo y a nosotros.

Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo:¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación?Nosotros a la verdad, justamente padecemos,porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos;más éste ningún mal hizo.Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.

Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lucas 23:39-43).

Como veremos, es absolutamente irrelevante para este estudio, referirnos a la última línea del texto, que ha sido objetos de muchos otros estudios lingüísticos, semánticos y teológicos, quizás con posterioridad nos aboquemos a un análisis en particular.

Con el inmenso dolor que deben haber tenido, estos dos ladrones, uno de ellos insulta a Jesús y lo desafía. La impugnación no tiene relación con la causa por la que Jesús fue crucificado: sedición, sino, con el hecho de ser el Salvador. Pero el ataque no es nuevo, El Señor lo conocía:

Seguramente me diréis este refrán: Medico, cúrate a ti mismo” (Lucas 4:23)

Lo dijo a quienes lo escuchaban un sábado predicando en la sinagoga, pero también, estando allí colgado algunos le gritaban:

“Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; Si eres hijo de Dios, desciende De la Cruz” (Mateo 27:40).

Los que gritaban, habían oído a Jesús, pero pareciera que el ladrón repitió lo que escuchaba, y de paso, si te salvas, sálvanos a nosotros. La burla molestó al otro condenado, al punto de decir:

“¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación?”

En la Biblia hay aproximadamente cincuenta referencias a esta tipificación delictual, pero sólo en este caso con rasgos positivos. Una clara evidencia que este hombre no era indolente, y no me refiero al intenso dolor físico que de seguro sentía en ese momento, sino a la manifestación de la sensibilidad humana a la conciencia de su condición de malignidad, al reconocimiento de su estado. No sabemos cuáles fueron sus caminos en la vida, sus faltas y delitos, pero él, a diferencia del otro ladrón, temía a Dios.

El miedo es la sensación de peligro ante la amenaza real o ficticia de perder la integridad material o mental. El temor a Dios es la misma sensación del miedo, pero sin que haya peligro de la integridad física o psíquica. La sensación es semejante, pero en una hay peligro y en la otra no. 

Ese temor es el respeto que produce el contraste entre la inmensa grandiosidad y santidad de Dios, con muestra bajeza y maldad. Este hombre teme a Dios. Ese temor es la única vía para llegar a Dios, algo fundamental e imprescindible para ser salvo.

Enfatizo, estamos ante la prueba bíblica irrefutable, que el temor a Dios, es la única vía que permite que Dios, pueda obrar. Hay personas que se alejan de la iglesia, de la fraternidad de los creyentes, de las prácticas o de los formalismos religiosos, se pueden alejar de la santidad y acercarse al pecado, a la maldad, por mucho tiempo incluso, pero, si como el ladrón, temen a Dios, la salvación está a un paso.

Así  como el ladrón, sólo lo hayas conocido de lejos, no estes bautizados, así te hayas alejado en tu juventud, así no diezmes, no asistas a una congregación, no guardes los mandamientos, así vivas en el pecado, (porque el pecado vive en nosotros siempre).  No importa en que condición estes, si temes a Dios, la salvación está a la puerta, aunque te sientas que estás  a kilómetros de Él. Sólo debe acercarte, dar el paso, que es lo que el ladrón hizo. Lo sigo llamando así, ladrón, para reafirmar que la condición moral, el pasado, no significan nada, no son impedimento alguno para poder tomar la mano de Jesús.

“Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.” 

Era lo único que faltaba, lo que el Señor estaba esperando, y lo único que espera de todos nosotros, que queramos, que extendamos la mano, que golpeemos la puerta. Que manifestemos así simple, sencilla, humilde y verdaderamente, nuestro anhelo de estar con Él, de ser salvos.  Caer de rodillas, dispuestos a pedir perdón, no por el miedo a las consecuencias, sólo por el temor a Dios. Ese querer, revela que somos susceptibles de ser transformados

“En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Corintios 15:52). 

El que dijo y existió, no necesita más para transformarnos, para que ese ladrón, que murió en la cruz como tal, resucite sin serlo: Temer a Dios y querer ser salvos. 

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no es de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8).

Ni por la fe somos salvos, sería un mérito, y la salvación es un don, un regalo, y nada se hace para obtenerlo no se merece, no se obtiene por mérito alguno. ¿Para que entonces una vida cristiana, una vida sana, para que asistir a la iglesia, para que ser fiel, para que la fe, para que una vida de oración, para que guardar sus mandamientos, para que hacer o dejar de hacer, para que todo lo que el ladrón no hizo? Todo esto y más, no tiene que ver con la salvación, lo que el Señor nos pide que hagamos o que dejemos de hacer, es lo que Dios quiere para que vivamos bien, sanamente, para que seamos felices, para que vivamos en armonía los unos con los otros, y como expresión de nuestra gratitud por el inefable regalo, en tanto llega el momento de la transformación.

Así entonces no es relevante en lo absoluto si el ladrón iría al cielo en ese momento o después, lo trascendente es la promesa de la salvación, de que estaría junto a Jesús por la eternidad.

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